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Mujer, ¡qué grande es tu fe!

Qué tentador resulta en una época como la nuestra el medir la grandeza o pequeñez de una vida desde el éxito o los logros conseguidos.

Condicionados por una cultura que casi sólo piensa en el rendimiento y la producción, apenas somos capaces de emplear otros criterios para valorar a la persona si no es su actividad y eficacia.

No es extraño que, a la hora de evaluar la calidad de la fe, busquemos inmediatamente la eficacia transformadora y el compromiso práctico que esa fe es capaz de generar en nuestra sociedad.

Y hacemos bien, pues el mismo Jesús nos enseñó a distinguir el árbol bueno del malo a partir de sus frutos. Y la fe es «una savia» que corre por todo nuestro ser y debe traducirse en compromiso y actuación cristianos.

Pero sería una equivocación el considerar «grandes creyentes» sólo a aquellos hombres y mujeres que se esfuerzan generosamente en transformar nuestra sociedad desde un compromiso social o político animado por la fe, menospreciando como a «creyentes de segunda categoría» a aquéllos que, por factores muy diversos, no pueden comprometerse a ese mismo nivel, aunque vivan toda su vida desde una postura creyente.

Jesús admira la grandeza de fe de una mujer sencilla que, por amor a su hija, no duda en invocar al señor con insistencia, a pesar de todos los obstáculos y dificultades.

Cuántos hombres y mujeres sencillos de nuestros pueblos saben vivir su vida de manera totalmente honrada y leal, animados por una fe profunda en Dios.

Cuántos son capaces de enfrentarse al sufrimiento, la desgracia y la adversidad, sin deshumanizarse ni destruirse, apoyados en su confianza total en Dios.

Cuántos saben gastarse en un servicio sencillo y callado a los demás, sin recibir homenajes solemnes ni pretender grandes aplausos, impulsados solamente por su amor generoso y desinteresado a los hermanos y su fe en el Padre de todos.

Es una temeridad medir con nuestros criterios estrechos y parciales el misterio de la fe de un creyente, pues, en último término, la fe debería ser medida por nuestra capacidad de abrirnos al misterio insondable de Dios.

José Antonio Pagola

 


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