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VOCACIONES AL SERVICIO

DE UNA IGLESIA MISIONERA

Eloy Bueno de la Fuente

 

El título del curso trata de recoger el aliento que une la convocatoria de una Misión Continental por parte del Documento de Aparecida y la propuesta de una cultura vocacional por parte del reciente Congreso de Vocaciones celebrado en Costa Rica: las vocaciones surgen de lo más íntimo de la vida cristiana para servir a la misión de la Iglesia, y a su vez la misión de la Iglesia (que es la misión del Dios Trinidad) no puede llevarse adelante más que gracias al florecimiento de las diversas vocaciones. De este modo la misión rejuvenece y revitaliza a la Iglesia gracias a la aportación de las personas concretas que pronuncian su “aquí estoy” o “heme aquí” ante la llamada que Dios les dirige para enviarlas con una tarea determinada.

Para captar este dinamismo seguiremos cuatro pasos: a) las coordenadas de la situación; b) los protagonistas del dinamismo vocación-misión; c) la diversidad de vocaciones como expresión del florecimiento del Espíritu; d) perspectivas espirituales y pastorales.

 

1.- CORDENADAS Y CONTEXTO

El análisis de la situación ofrece numerosas posibilidades (desde la credibilidad de la Iglesia y la renovación pastoral hasta la aparición de una cultura que da prioridad a la persona y a la libertad) a la vez que algunas dificultades (los aspectos negativos que encierra la modernidad y la post-modernidad, pero especialmente los estrechamientos en la concepción de la vocación y de la misión, con lo que ello significa para la concepción y la experiencia de Iglesia. Para superar tales peligros ofrecen importantes sugerencias y estímulos los dos documentos que nos sirven de punto de referencia.

Se solicita la creación de una cultura vocacional como eje fundamental de la pastoral vocacional, que debe pasar del “reclutamiento” a la “vocacionalidad de toda la pastoral” sobre el presupuesto fundamental que ofrece el bautismo.

La cultura vocacional se despliega en torno a tres claves: una teología vocacional, es decir, los principios que dan sentido a la realización de la persona en su relación con Dios y en su inserción en la vida eclesial; una espiritualidad vocacional que se alimenta de las motivaciones de la experiencia personal tanto a nivel individual como comunitario; una pedagogía vocacional (un estilo de vida) que acompaña el proceso educativo, la coherencia de vida y la práctica eclesial.

Esta perspectiva implica una comprensión de Dios como “el que llama”, es decir, el que se dirige a la persona con una interpelación; es un Dios vivo que no se mantiene en la distancia sino que se revela y entra en relación con el ser humano; de este modo sale al encuentro de la persona que avanza en su historia con una pregunta en su corazón: ¿de qué historias quiero formar parte?, ¿en qué historia me gustaría ser protagonista?, ¿en qué historia puedo ser feliz porque me siento amado, escuchado y comprendido? El ser humano, por constitución, es el que existe porque ha sido llamado y amado, y por ello es acogido para que realice una tarea y una misión en el mundo (su eje no será “yo pienso luego existo” sino “existo porque he sido amado”, “aquí estoy porque me has llamado”).

Esta perspectiva adquiere todo su relieve desde una perspectiva misionera. Aparecida proclama la firme decisión de que la dimensión misionera impregne todas las estructuras eclesiales y todos los planes pastorales (n. 365), reclamando por ello una conversión pastoral y misionera que despliegue un nuevo dinamismo capaz de generar un estado permanente de misión, siendo así fiel a su identidad más profunda. Discípulos y misioneros se convirtió por ello en el lema de esta renovación y revitalización.

La llamada a la Misión Continental se convierte de este modo en un magno proyecto pastoral, que se inserta en la toma de conciencia de misión que ha ido penetrando la vida eclesial en todos los lugares del mundo durante el último medio siglo. Evangelii Nuntiandi de Pablo VI (1975) y Redemptoris Missio (1990) de Juan Pablo II son hitos fundamentales en todo este proceso. En este último documento se advierte que la misión de la Iglesia está todavía en sus comienzos (nn. 1 y 40); aun reconociendo lo que se ha realizado a lo largo de los siglos, se constata que en la actualidad se está configurando una civilización mundial (que va a ser el ámbito de los nuevas generaciones) en la que debe ser depositada la semilla del Evangelio. La invitación a una “nueva evangelización” pretende convocar para afrontar la configuración de nuevos sectores sociales y culturales que se han alejado del cristianismo o que se van situando en una posición post-cristiana.

El año 2001 en Novo Millenio Ineunte Juan Pablo II lanza un desafío a las iglesias locales concretas (tras la celebración a nivel mundial del gran Jubileo del año 2000) para que asuman esta responsabilidad. Dos ideas centrales merecen ser destacadas en nuestro contexto: la necesidad de una nueva acción misionera, dada la disgregación de la situación de cristiandad, que debe recuperar el fervor de los orígenes y que se ha de caracterizar porque no se reduce a unos “especialistas” sino que afecta a todos los miembros del pueblo de Dios (n. 40); precisamente por eso (porque está dirigida a todos, cada uno con su carisma y circunstancia) es por lo que cada iglesia concreta debe convertirse en casa y escuela de comunión: para que integre en el hogar común a todos de cara a la misión común y compartida.

De este contexto debemos desgajar dos convicciones fundamentales: a) la misión es la que llama a la Iglesia a la existencia, la Iglesia existe porque hay una misión que cumplir; del mismo modo cada creyente es un llamado, ha sido interpelado porque hay una tarea que realizar (como sucedió en el caso de Abraham y de Moisés en el Antiguo Testamento o de la Virgen y de Jesús en el Nuevo Testamento, que asumen su protagonismo pronunciando el “aquí estoy” que sintetiza vocación y misión; b) por eso hay que “vocacionalizar la pastoral”: cada actividad en la vida pastoral debe levantarse desde este presupuesto: no se trata simplemente de “cosas que se hacen” sino de vocaciones que sirven y contribuyen al desarrollo de la misión de la Iglesia.

 

2.- LOS PROTAGONISTAS

Si hablamos de vocación y de misión en la Iglesia es porque existen personas que actúan como protagonistas y como responsables. Es fundamental por ello concebir y vivir la Iglesia como una realidad personal. Si preguntamos ¿qué es la Iglesia? nos centramos en cosas, estructuras, funciones… Si por el contrario preguntamos ¿quién es (o somos) la Iglesia? se colocan en el centro las personas: la Iglesia somos las personas que la constituímos (no simplemente “pertenecemos a” la Iglesia”, sino que más bien “somos Iglesia”).

En la Iglesia como realidad personal hay que mencionar en primer lugar a las Personas divinas, cuya vida de amor se ofrece y se entrega a las personas humanas, como experiencia de salvación y de comunión. La iniciativa de las Personas divinas despliega el horizonte de la misión: antes de la misión de la Iglesia existe la misión de Dios, a cuyo servicio existe la Iglesia. Es la perspectiva que abre el Vaticano II: la “luz de los pueblos” (Lumen Gentium) que es Cristo debe ser irradiada en el signo y sacramento que es la Iglesia; la Trinidad desvela su misterio en la historia de la salvación y de ello brota la Iglesia para que lleve adelante esa misión.

La misión de Dios existe porque el Padre envía al Hijo y al Espíritu. Estos pueden ser considerados como “misioneros del Padre”, que llevan a consumación su misión en el misterio pascual. Es fundamental que la reflexión sobre la vocación y la misión no pierdan nunca de vista la perspectiva del Dios trinitario y pascual, pues es lo que explica el sentido de la vocación y de la misión. Gracias al Padre, al Hijo y al Espíritu se despliega una historia como posibilidad abierta para que los seres humanos –gracias a la fe y al bautismo- se sientan protagonistas y responsables.

a.- El “sueño” del Padre

Ya desde los relatos del Génesis descubrimos la mirada y el sueño del Padre: dar origen a un mundo bueno y hermoso, a un paraíso de felicidad, al que estaban destinados todos los seres humanos. Aquella armonía se rompió, se inició la desventura de la humanidad fuera del paraíso. Ese es el marco amplísimo y universal de la misión: en medio de los dramas de la historia restaurar el mundo conforme al amor del Padre, recuperando el paraíso o recreando la fragilidad del mundo real.

Ante este horizonte el Dios creador no se desentiende de la obra de sus manos, pronuncia también su “aquí estoy”. Pero para ello necesita la participación de personas humanas que, con su libertad, cooperen con la iniciativa del Padre. Comienza la dinámica vocación-misión: Abraham es llamado porque hay que retejer la unidad rota de la familia humana tal como se muestra en Babel, Moisés es llamado para que realice la misión de acompañar a su pueblo en el camino de la desgracia a la felicidad de la tierra prometida…

b.- El Hijo enviado para contar quién es el Padre (Jn 1,18)

A la luz del envío de Jesús podemos entender el relato neotestamentario como la historia más grande de amor jamás contada, pues nos muestra hasta dónde es capaz de amar Dios. Jesús nos cuenta cómo es el Padre, pues con su vida va mostrando que se puede amar hasta más allá del rechazo, de la violencia, de la oposición, de la muerte en cruz. Así hace ver Jesús, el Hijo, quién es el Padre que le había enviado.

Ya desde las “tentaciones” o encrucijadas que Jesús debió afrontar al inicio de su vida pública debió matizar y perfilar sus opciones. Jesús quiere ser libre para amar, y por ello no sigue los caminos o posibilidades que el Tentador le ofrecía: el tener y poseer, el prestigio y la influencia, el poder y el dominio… A la luz de la misión que Jesús va a realizar opta por la vía del servicio, en favor de los pobres y necesitados, de los abatidos y pecadores.

A partir de ahí Jesús va realizando su misión con el anuncio del Evangelio, que es una buena noticia, el alegre mensaje de que hay motivos para la esperanza y la alegría porque Dios sigue confiando en el ser humano, abriendo la posibilidad de recrear el mundo como en el alborear de la creación. El Reino de Dios constituye el horizonte de la misión: realizar un mundo otro (en este mundo real) desde la posibilidades de Dios. Todos son llamados a participar de esa alegría y de esas posibilidades. Las parábolas muestran que los hombres y mujeres reales pueden protagonizar esa historia y habitar ese mundo: por ejemplo en el caso de que el hijo mayor hubiera acudido a la fiesta por el retorno del hijo menor, pues en ese caso el mundo sería mejor y distinto.

Por eso Jesús llama a discípulos, para ir realizando esa misión de reencuentro con el Padre y con los hermanos. Discípulos que son misioneros: son llamados para que estén con Jesús y para ser enviados a prolongar el Reino de Dios.

La vía del servicio y del amor la siguió Jesús hasta el final muriendo a favor de todos, sin reproches y amarguras, sino poniendo su vida a disposición, como espacio de encuentro de Dios con la humanidad. De este modo Jesús vence la última tentación: la violencia y la venganza, que amenazan hasta el último momento. Y esto se confirma en la resurrección: el Padre no reacciona castigando, sino resucitando al Hijo como fuente de salvación y reconciliación. Jn 13,1 habla de ese “paso” de Jesús como prueba de un amor hasta el extremo. Ese momento pascual es el acontecimiento salvífico por antonomasia, y es el acontecimiento que se celebra en el bautismo: el creyente, lleno de alegría pascual, se convierte en protagonista de esa historia. Por eso es llamado para ser enviado.

c.- El Espíritu, la Alegría de Dios

La encarnación, la misión y la resurrección tienen lugar gracias a la acción del Espíritu. El es la fuente de la alegría de la fe pascual y el aliento de la misión asumida. El Espíritu hace su aparición como quien antecede y acompaña a Jesús en su misión.

Y lo mismo hace con los discípulos de Jesús, con su Iglesia. El va abriendo los caminos de la misión, como se ve con claridad en Hechos de los apóstoles. El paso del cenáculo a Pentecostés es claro a este respecto: es necesaria la vida comunitaria, pero debe conducir al envío, a salir al encuentro de la misión, a situarse entre las fracturas y dramas de la historia humana.

La vida cristiana es por ello vivir en el Espíritu, él crea la unión entre los creyentes, formando el “nosotros” que es la Iglesia: no se puede vivir aisladamente, porque todos participan gracias al Espíritu en la muerte y resurrección de Jesús, y gracias a la participación en la Eucaristía forman un solo cuerpo, el Cuerpo de Cristo, dando así cuerpo a Cristo en este mundo. Las vocaciones y la misión se entrelazan en el origen de la Iglesia, cuyo origen es la alegría pascual.

d.- La Iglesia convocada para ser enviada

La Iglesia, que tiene sus inicios en la llamada de Jesús a los Doce, encuentra su consolidación en el misterio pascual, en la consumación de la acción salvífica del Hijo y del Espíritu. Podemos decir que ese momento nace en la cuna de la alegría como testigo y enviada. Lc 24,36-52 refleja con claridad esta dinámica: los discípulos de Jesús estaban cerrados en el cenáculo llenos de miedo, cuando irrumpe de modo imprevisto el Resucitado; esta novedad suscita en ellos tal admiración y alegría que no pueden creerlo (parece imposible, es un fantasma); cuando se desbloquea ese obstáculo, comienzan a comprender la Escritura (la historia en la que se les invita a ser protagonistas), y Jesús les constituye como testigos y enviados a anunciar el Evangelio.

Esa alegría es la que han de hacer presente en el anuncio, en la celebración sacramental, en el modo de vida, para mostrar lo que significa el amor de Dios que han experimentado hasta el extremo. Ellos lo realizarán como apóstoles, y el resto de los cristianos lo hará cada uno con su carisma y su vocación. De este modo prolongarán la misión del Hijo y del Espíritu en una historia y en un mundo que necesitan los dones salvíficos para su renovación y su felicidad. La Pascua desvela el horizonte de la misión (hasta los confines de la tierra) y constituye una interpelación y una llamada para todos los creyentes. La Iglesia es llamada a la existencia porque hay una misión que cumplir: porque hay que seguir desarrollando la misión de Dios, del Dios Trinidad.

Esta Iglesia que inicia su recorrido histórico es una Iglesia de personas: porque las Personas divinas convocan a las personas humanas para que se conviertan en protagonistas. Cada creyente pronuncia su “heme aquí” sellándolo en el bautismo, que es el memorial de la muerte y resurrección de Cristo como un acontecimiento permanentemente presente. Las diversas vocaciones en la Iglesia serán concreciones diversas del significado del bautismo. En este sentido el bautismo, como decíamos, se encuentra en la base de la cultura vocacional (y por eso se puede hablar de la “vocacionalidad del bautismo”).

La Iglesia de personas se expresa también en la visión narrada en el Pastor de Hermas (libro del siglo II) que presenta a la Iglesia como una torre en construcción en medio del agua: el agua es el bautismo sobre el que se levanta la Iglesia; y cada cristiano es una piedra que va contribuyendo a que la Iglesia crezca y madure y pueda cumplir su tarea evangelizadora (la visión mencionada habla de diversos tipos de piedras que son diversos tipos de carismas o ministerios: vírgenes, catequistas, obispos, apóstoles…). La Iglesia está hecha de piedras vivas (las personas), no es un edificio material de piedras muertas. El Espíritu es el que va haciendo florecer esa variedad de dones para el cumplimiento de la misión.

El Espíritu es a la vez el que sigue manteniendo el aliento de la misión, llamando desde dentro y esperando desde fuera. Hace que los discípulos salgan del cenáculo para encontrarse con los problemas de la humanidad en Pentecostés, y es el que al mismo tiempo atrae desde fuera, ya que lo penetra todo y lo invade todo. Cuando el discípulo se acerca a su objetivo no llega a un terreno vacío, pues el Espíritu está ya presente.

e.- La Iglesia existe en lo concreto: la iglesia local

La Iglesia no existe en abstracto sino en lo concreto de las iglesias locales o diócesis. El Vaticano II recordará que la Iglesia es “comunión de iglesias”, “el cuerpo de las iglesias”. La experiencia y la realidad de las iglesias locales deben ser recuperadas y revitalizadas tanto por motivos teológicos como pastorales. Precisamente en una época en que crece la descristianización o el alejamiento de la Iglesia resulta fecundo y útil recordar el “nosotros” en una ciudad o en una provincia: de entre los numerosos habitantes algunos responden a la llamada, se sienten convocados y dispuestos a la misión con su propio carisma.

La dinámica de los momentos originarios mostraba esto con claridad: cuando, por ejemplo, Pablo llega a Corinto encontró una población de cientos de miles de personas; él comenzó a contar una historia (el kerygma, la historia de Jesús muerto y resucitado), y algunos respondieron positivamente, y se reunieron en asamblea en torno a la Palabra y a la Eucaristía, para después ser enviados al seno de la sociedad. Cada iglesia concreta surge de la misión (alguien venido de fuera que anuncia la novedad cristiana) que congrega a algunos para sigan prolongando la misión. De este modo la relación entre la comunión y la misión se potencian mutuamente.

Este aliento se resume en la dialéctica algunos-todos: en la Iglesia todo es de todos; como no todos pueden hacerlo todo, algunos (en nombre de todos y a favor de todos) asumen una responsabilidad peculiar. Hech 13,1-3 ofrece un ejemplo admirable de esta relación comunión-misión: todos están reunidos en la liturgia y en el discernimiento comunitario; se dan cuenta de que la Palabra que ha llegado hasta ellos debe seguir difundiéndose; ello es responsabilidad de todos, de la Iglesia en aquel lugar; pero no todos pueden marchar fuera para evangelizar; por eso el Espíritu hace ver que Pablo y Bernabé tienen ese carisma; y todos los imponen las manos como signo de que no van simplemente en nombre propio sino para desarrollar lo que es tarea de todos.

Lo mismo debe decirse en los diversos campos de la vida de cada iglesia, que va generando diversos servicios y ministerios en base a sus necesidades internas y a las exigencias de la misión: la fe se celebra (y por eso en la liturgia está el presbítero, el lector, el cantor…), se organiza (y por eso hay responsables de diversos grupos o departamentos), se transmite (y por eso algunos son catequistas), se profundiza (y por eso surgen los teólogos), se compromete (y por ello algunos se dedican a defender la justicia, los derechos humanos, los presos…), se ofrece y se propone (por eso hay misioneros…). Los distintos servicios y ministerios, que suponen la existencia de un carisma dado por el Espíritu, deben ser vividos en comunión al servicio de la misión (desde aquí se puede entender más claramente la idea de “vocacionalizar la pastoral”).

 

III.- EL FLORECIMIENTO DE LAS VOCACIONES PARA/DESDE LA MISION

En este tercer apartado vamos a mostrar las diversas vocaciones en la Iglesia para ver cómo en todas ellas se produce una llamada dirigida a personas concretas para que puedan contribuir a que la misión de Dios y la misión de la Iglesia se realicen.

a.- Los laicos y el sacerdocio común/bautismal

Los laicos no simplemente pertenecen a la Iglesia, son Iglesia, pueblo sacerdotal. Son cristianos que vive su fe en el entramado de las realidades mundanas y temporales. Los fieles laicos son por tanto Iglesia en el mundo. Haber sido bautizados y participar en la eucaristía de un lado, y la secularidad, es decir, la inserción en el mundo, de otro, constituyen los dos pilares de su identidad y de su misión.

De este modo no sólo consiguen su propia santificación sino que recrean el mundo desde la perspectiva de Dios. Por ello cumplen una función sacerdotal: ponen en comunicación y en relación la “orilla” de Dios y la “orilla” del mundo, para que el mundo no se quede sin Dios ni Dios sin mundo. Se trata de un sacerdocio real, de carácter bautismal. LG 10 dice que tanto éste como el sacerdocio ministerial son participaciones del sacerdocio de Jesucristo.

La Iglesia sólo puede realizar su misión gracias a este servicio sacerdotal del conjunto del Pueblo de Dios. 1Cor 6,19 dice que “vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo”: el cuerpo es la dimensión mundana y relacional de los creyentes; en ese “cuerpo” (con el que trabajan, ríen, lloran, caminan, hablan…) es la Iglesia que abre sus puertas en medio del mundo. La Iglesia no es una realidad extraña o ajena, sino que la llevan en su vida. Y gracias a ello la misión de la Iglesia se extiende hasta donde llega la presencia de los bautizados.

b.- El ministerio ordenado

Junto al sacerdocio bautismal existe el sacerdocio ministerial que, según LG 10, es diferente no por grado sino por esencia: porque el sacerdocio ministerial está ordenado a que el sacerdocio de todo el Pueblo de Dios se realice de modo verdadero y eficaz. La raíz y la misión de este ministerio se pueden ver desde cuatro puntos de vista.

Por la raíz apostólica de la Iglesia. Los apóstoles fueron constituídos por el Resucitado como testigos y garantes de lo que han sucedido en la Pascua. La Iglesia es apostólica porque mantiene la continuidad con los apóstoles a través del ministerio de los obispos, que suceden a los apóstoles.

Porque la Iglesia no se genera a sí misma, en virtud de dinamismos sicológicos o sociológicos de sus miembros. Surge y existe porque el Señor glorificado la sigue llamando y convocando, como don de gracia. La Iglesia necesita por tanto un ministerio que haga visible esa interpelación y convocatoria que procede de la iniciativa de Dios.

Por la unidad de la iglesia concreta. El obispo, que preside la eucaristía de la iglesia local, es sucesor de los apóstoles y en cuanto tal servidor de la unidad de toda la diversidad de miembros. Junto al obispo, también el presbiterio ha recibido el ministerio de la comunidad (LG 20).

Por la unidad de la comunión entre las iglesias en torno al sucesor de Pedro: cada obispo (que no debe ser visto al margen de su presbiterio) forma parte del colegio episcopal, que tiene la solicitud por todas las iglesias.

c.- La vida religiosa en la “refundación” permanente de la Iglesia

La Iglesia y cada una de las iglesias deben irradiar en toda su pureza la Luz de los pueblos que es Cristo. Para que esa irradiación sea siempre pura y transparente la Iglesia “necesita” la vida religiosa brotando de su dinamismo más íntimo y profundo. Ello se manifiesta de modo más patente cuando el fervor y la alegría de la fe originaria se desvirtúa. Entonces hace falta que alguien asuma la responsabilidad de purificar y profundizar la fidelidad de la Iglesia a su vocación y a su misión.

Este aliento se manifiesta en los primeros gérmenes de la vida religiosa. Desde muy antiguo hubo vírgenes o viudas que, en el seno de la comunidad, se consagraron a mostrar la relación esponsal con Dios (Dios es lo primero) entregándose al servicio de los hermanos. Así la Iglesia recuperaba una pureza más transparente. Ulteriormente realizaron su compromiso de modo público en presencia del obispo. Y más tarde, cuando ya eran un grupo, se reguló la vida comunitaria. De modo semejante se inició el monacato en Egipto cuando Antonio sintió como dirigida a él la invitación de Jesús a dejar todos los bienes; se retiró a los márgenes de la población para irse liberando de las ataduras mundanas, pero con la mirada puesta en su servicio eclesial. Esta búsqueda de purificación se acentuó cuando la Iglesia se fue instalando en la sociedad, con los riesgos de mundanización. Estos hombres y mujeres aportan algo esencial a la Iglesia en el ejercicio de su misión; ser un signo que devuelve frescura y esplendor. Viven en el seno de la Iglesia con una tarea propia pero en nombre de todos y a favor de todos. En este sentido la vida religiosa no sólo cumple una misión, sino que se convierte en misión.

Viven de modo directo el seguimiento de Cristo: mostrando que se puede amar con alegría sin centrarse en una sola persona (castidad); que se puede recrear el mundo sin basarse en el tener (pobreza); que se puede ser libre sin apegarse a la propia decisión sino desde la disponibilidad (obediencia).

La dimensión eclesial se ve con claridad en esta vocación permanente de “refundación” de la Iglesia, para recuperar continuamente la solidez de su origen; se expresa asimismo en el reconocimiento de su compromiso (votos) en la iglesia concreta en presencia del obispo. Se ha dicho que la vida religiosa es “comadrona” de la Iglesia porque va dando permanentemente a luz a través de los siglos a nuevas tradiciones espirituales y apostólicas que responden a las necesidades que la vida va planteando. Por ello existe tal floración de carismas, que debe ser vivida siempre en comunión a fin de que sirva mejor a la misión para la que han nacido.

Tiene una dimensión escatológica en cuanto que anticipa en la experiencia de la Iglesia y del mundo la novedad del Resucitado o la luminosidad del Jesús transfigurado. Ya desde el principio los monjes tenían el objetivo de recuperar la integridad del Paraíso, la figura de Adán salido de las manos de Dios antes de perder por el pecado la imagen de Dios impresa en él.

Desempeñan una función profética, como aguijón en la carne adormecida de la Iglesia, porque actúan desde las heridas que hay en el mundo para sanarlas, porque son libres y disponibles para la comunión inter-eclesial, porque está llamada a hacerse presente en las fronteras de la historia y en los nuevos areópagos.

d.- Institutos seculares

Son una realidad nueva en la vida de la Iglesia, reconocida oficialmente por Pio XII en 1947. Surgió como respuesta de un carisma del Espíritu a las nuevas circunstancias de la misión de la Iglesia: cuando, por la dinámica de la secularización, muchas realidades temporales se iban independizando o alejando de la fe. Se requerían hombres y mujeres que desde dentro de las realidades mundanas (en el mundo y con los medios del mundo) se consagraran apostólicamente a la transformación del mundo desde los valores evangélicos.

La peculiaridad de los institutos seculares consiste en que sintetizan e integran la secularidad (que es propia de los laicos) y la consagración (que es propia de los religiosos).

e.- Nuevos movimientos y comunidades eclesiales

Se trata de una pujante realidad que se ha desarrollado gracias a los estímulos del Vaticano II, aunque de un modo un tanto inesperado por su fecundidad y pluralidad. Responde a la necesidad de vivir la fe comunitariamente en una Iglesia en la que a veces reina el anonimato o la distancia entre sus miembros. Por eso surgieron las Comunidades Eclesiales de Base. Aunque adquirieron en ocasiones formas “salvajes” o politizadas, en sus manifestaciones más equilibradas han sido consideradas como un modo auténtico de ser y sentirse Iglesia.

Los nuevos movimientos o comunidades (Camino Neocatecumenal, Comunión y Liberación, Focolares, Comunidad San Egidio…) surgen sobre la existencia de un carisma que, suscitado por una persona concreta, es vivido comunitariamente. De este modo pretenden ser una propuesta cristiana de vida en una sociedad pluralista y en ocasiones despersonalizadora. Una singularidad significativa es que integran no sólo a laicos, y que incluso dan origen a institutos seculares o formas de vida consagrada.

f.- La vocación misionera específica ad gentes

La misión de la Iglesia es auténticamente universal, por lo que tiene que estar permanentemente cruzando fronteras y orillas. Las orillas no pueden ser entendidas exclusivamente en términos geográficos, sino también culturales y sociales, especialmente ante la afirmación de la globalización, increencia y multiculturalismo. Pero es necesaria la “salida” de la propia circunstancia y costumbre para sembrar el Evangelio en un mundo alejado de la fe cristiana.

Por ello faltaría algo necesario en la vida de la Iglesia si no se diera el discernimiento sobre las fronteras que hay que ir atravesando. Y en consecuencia tiene que haber personas concretas que consagran su vida a la vocación ad gentes. Esta vocación no la asumen a título individual sino en nombre de toda la comunidad eclesial.

 

IV.- PERSPECTIVAS ESPIRITUALES Y PASTORALES

La espiritualidad cristiana consiste en vivir en el Espíritu, que es el que permite penetrar en el misterio de Dios y el que ayuda a descubrir la verdad siempre actual del Hijo. Por ello la espiritualidad alcanza la mirada de Dios sobre el mundo y a adoptar las actitudes y sentimientos de Jesús que sale al encuentro de los seres humanos. Entrando en esa lógica se descubre el horizonte de la misión y el propio carisma que capacita para el seguimiento de Jesús.

El II Congreso Latinoamericano de Vocaciones sintetiza esta misma perspectiva con unas palabras de Benedicto XVI: vivir una sensibilidad que pase de la teología a la teofanía y de esta a la teopatía, de tal manera que provoque un itinerario en el que los dinamismos personales del creyente ofrezcan una respuesta adecuada al Dios que llama.

La teología, es decir, el hablar sobre Dios, no es más que un paso inicial. A partir del hablar sobre Dios hay que pasar a lateofanía, es decir, a percibir la manifestación de Dios en el mundo y en las personas, como un Dios presente y vivo. Así se llega a la teopatía, es decir, a descubrir al Dios que se deja afectar por la realidad humana y que por ello se solidariza con su destino y sus necesidades. Cuando se llega a la teopatía, el creyente no puede quedar indiferente sino que debe aportar su propia contribución. Es lo que el Documento expresa con las siguientes palabras: “pasar de la gratitud por el don recibido –la vocación- a la gratuidad de donarse a los demás como consecuencia lógica del saberse amado por Dios”. Es el paso de la libertrad de escoger el propio camino a la responsabilidad por el prójimo. A partir de la misión de Dios sentirse responsable de la misión de la Iglesia.

Esta espiritualidad vocacional aprovecha las ocasiones para avanzar en el proceso de conversión personal y comunitaria, recuperando la alegría de la fe pascual que alimenta la disponibilidad para sentirse protagonista de una historia en la que se puede alcanzar la felicidad sirviendo a los demás.

Pensando en la persona concreta que inicia el proceso de afirmación vocacional el Congreso (n. 86) solicita una “ecología vocacional”, en la que la persona pueda crecer y madurar. La “ecología vocacional” intenta lograr un “hogar” (oikós) en el que el llamado pueda desarrollar adecuadamente sus posibilidades de maduración y de integración personal. Por eso pide la creación de “ecosistemas de vida” que integren de modo armónico las diversas dimensiones de la vida personal y eclesial: momentos de diálogo y de discernimiento comunitario, de oración en común, de recreación compartida, de apostolado en equipo. Por esta vía la espiritualidad vocacional sostiene una pedagogía en la que la persona crezca en el nivel humano, social y eclesial.

Entre las orientaciones pastorales se deben tener en cuenta dos criterios: respeto de las diversas vocaciones y la vocacionalización de toda la pastoral. Ello implica poner en el centro la vida de la comunidad cristiana realmente existente (para que cada grupo no busque las “suyas” sino que las integre en el “nosotros”). Esto implica poner de relieve la importancia de la comunidad cristiana, centrada en la eucaristía y en su dimensión evangelizadora, pues en su seno surgen y se cultivan las vocaciones.

Para ello hay que hacer ver a la comunidad cristiana la variedad de vocaciones que ya posee en base a los servicios y funciones que ya está realizando de modo efectivo: hacer comprender el sentido de la actividad que ejercen quienes ya actúan en la liturgia, en la catequesis, en la limpieza, en la dirección de diversos grupos… Darlos a conocer a todos es un modo de valorarlos y de reconocerlos. Incluso habría que potenciar el encargo público en el seno de la asamblea eucarística.

Y a partir de lo ya existente y realizado habría que acompañar a descubrir otras dimensiones que no están suficientemente cultivadas, para que todos se sientan interpelados.

Dada la importancia de la vida litúrgica (pues es donde más gente se acerca a la vida eclesial) habría que presentar esta perspectiva en homilías, moniciones, oración de los fieles…

La dimensión vocacional debe estar presente especialmente en los ámbitos en los que se educa en la fe, especialmente en la catequesis. El modo de presentar el mensaje cristiano debe acentuar la interpelación para asumir responsabilidades y tareas dentro de la historia que Dios viene protagonizando con la humanidad. De este modo, pensando a largo plazo, la cultura vocacional entrará en le sensibilidad de los niños que se inician en el camino de la fe. Los jóvenes deben descubrir en cualquier propuesta de compromiso cristiano la misma dimensión: son invitados a asumir responsabilidades en la Iglesia porque de este modo contribuyen a la recreación de la historia y del mundo conforme al proyecto salvífico de Dios.

Especial atención debe prestarse a la educación en general, especialmente en instituciones de carácter católico. La formación de los alumnos no debe centrarse en la competitividad o la calificación profesional, sino que en el plan global esa dimensión debe arrancar de la concepción antropológica: cada alumno en su proceso de formación debe ir descubriendo que, en cuanto persona, está llamado y enviado a una responsabilidad pública y social, pues lo que ha recibido es un don de cara a una tarea. De este modo se verá que la dimensión cristiana no es algo ajeno a lo que cada uno es como persona, sino su desarrollo y consumación.

Para llevar adelante esta tarea debe crearse a diversos niveles un equipo vocacional. Este debe incorporar, en la medida de lo posible, representantes de las diversas vocaciones, para que se vea la riqueza de las posibilidades vocacionales. De este modo podrán estar atentos a las tareas que mencionábamos anteriormente en el ámbito de la vida eclesial concreta. A nivel de parroquia o de arciprestazgo el equipo resulta viable por la cercanía y porque se puede lograr una visión de conjunto y su inserción en la dinámica pastoral habitual.

Esta creación de equipos vocacionales puede ser un ejemplo y un modelo de la pastoral de conjunto, que integre los distintos carismas y estados de vida en la Iglesia. El Plan Pastoral actualmente vigente en la Iglesia en Ecuador resalta las insuficiencias en este campo. Al menos cuatro veces mencionan los obispos la carencia de una pastoral de conjunto. A nivel de parroquia y de arciprestazgo, como hemos dicho, el equipo vocacional encuentra mayores facilidades. Pero debe intentarse a nivel de iglesia local, a pesar de los obstáculos que se presentan cuando se trata de diócesis grandes. Pero es a ese nivel sobre todo cuando adquiere sentido la pregunta, por ejemplo: ¿qué aporta la vida religiosa a la renovación permanente de la vida eclesial?, ¿por qué resulta necesario que una iglesia concreta tenga miembros de institutos seculares o un monasterio de vida contemplativa o un grupo de misioneros ad gentes? Es ese el contexto en que la comunión y la misión de las distintas vocaciones adquiere su relieve y su protagonismo. Y hacia ello hay que avanzar desde las experiencias logradas a nivel de parroquias o de vicariatos apostólicos.

 

Monseñor Rafael Cob García

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