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Congreso Diocesano de Pastoral Familiar en Roma

Desarrollar una pastoral familiar capaz de acoger, acompañar, discernir e integrar

Papa Francisco

Catedral de Roma, la Basílica de San Juan de Letrán, 16 de junio 2016

 

“La letizia dell’amore: il cammino delle famiglie a Roma”: éste es el tema del Encuentro diocesano. No comenzaré hablando de la Exhortación, ya que ustedes la irán trabajando en distintos laboratorios. Quisiera, junto a ustedes recuperar algunas de las ideas/tensiones claves que fueron surgiendo durante el camino sinodal que nos ayuden a comprender mejor el espíritu que se refleja en la Exhortación. Una Exhortación que pueda orientar vuestras reflexiones y diálogos, y “ofrezca así aliento, estímulo y ayuda a las familia en su entrega y en sus dificultades” (AL, 4).

Me gustaría hacerlo con tres imágenes bíblicas que nos permitan tomar contacto con el paso del Espíritu en el discernimiento de los Padres Sinodales.

“Quítate las sandalias, porque el suelo que estás pisando es una tierra santa” (Ex 3,5). Esta fue la invitación de Dios a Moisés ante la zarza ardiente. El terreno a pisar, los temas a abordar en el Sínodo, exigían una actitud determinada. No se iba a analizar cualquier asunto; no estábamos frente a cualquier situación. Delante teníamos los rostros concretos de tantas familias. Supe que, en algunos grupos, antes de comenzar los trabajos, los Padres sinodales compartieron su propia realidad familiar. Este darle rostro a los temas – por decirlo de alguna manera – exigía (y exige) un clima de respeto capaz de ayudarnos a escuchar lo que Dios nos está diciendo al interno de nuestras realidades. No un respeto diplomático, o políticamente correcto, sino un respeto cargado de preocupaciones y preguntas honestas que buscaban cuidar las vidas que estamos llamados a pastorear. ¡Cuánto ayuda ponerle rostros a los temas! Nos libra de apresurarnos para lograr conclusiones bien formuladas pero muchas veces carentes de vida; nos libra de hablar en abstracto, para poder acercarnos y comprometernos con personas concretas. Nos protege de ideologizar la fe con sistemas bien armados pero que desconocen la gracia. Tantas veces nos convertimos en pelagianos. Y esto, solo puede hacerse en un clima de fe. Es la fe, la que nos mueve a no cansarnos de buscar la presencia de Dios en los cambios de la historia.

Cada uno de nosotros ha tenido una experiencia de familia. En algunos casos brota con mayor facilidad la acción de gracias que en otros, pero todos hemos vivido esta experiencia.

En ese contexto Dios salió a nuestro encuentro. Su Palabra vino a nosotros no como una secuencia de tesis abstractas sino como una compañera de viaje que nos ha sostenido en el medio del dolor, nos ha alentado en la fiesta y nos mostró siempre la meta del camino (AL, 22). Esto nos recuerda que nuestras familias, las familias en nuestras parroquias con sus rostros, historias, con todas sus complicaciones “no son un problema, son una oportunidad”. Oportunidad que nos desafía a despertar una creatividad misionera capaz de abrazar todas las situaciones concretas, en nuestro caso, de las familias romanas. No sólo de las que vienen o están en las parroquias, sino poder llegar a las familias de nuestros barrios. Esta reunión nos desafía a no dar nada ni nadie por perdido, sino a buscar, a renovar la esperanza de saber que Dios sigue actuando en medio de nuestras familias. Nos desafía a no abandonar a nadie por no estar a la altura del deber ser. Y esto nos exige salir de las declaraciones de principios para adentrarnos en el corazón del palpitar de los barrios romanos y, como artesanos ir plasmando en esta realidad el sueño de Dios, cosa que sólo lo pueden hacer las personas de fe, las que no le cierran el paso a la acción del Espíritu. Reflexionar sobre la vida de nuestras familias, así como son y así como están, nos pide descalzarnos para descubrir la presencia de Dios. Esta es la primera imagen bíblica: Dios está allí.

Ahora la segunda imagen bíblica. La del fariseo, cuando rezando le decía al Señor: «Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, que son ladrones, injustos y adúlteros; ni tampoco como ese publicano» (Lc 18,11). Una de las tentaciones (cf. AL, 229) a la que continuamente estamos expuestos es tener una lógica separatista. Creemos que ganamos en identidad y en protección cada vez que nos diferenciamos o aislamos de los demás, especialmente de aquellos que están viviendo en una situación diferente. La identidad no se hace en la separación, sino en la pertenencia, mi pertenencia al Señor. No separarme de los otros para que no me contagien.

Considero necesario dar un paso importante: no podemos analizar, reflexionar y menos rezar con la realidad como si nosotros estuviéramos en bandos o veredas diferentes, como si nosotros estuviéramos fuera de la historia. Todos necesitamos convertirnos, todos necesitamos ponernos delante del Señor y renovar una y otra vez Su alianza y decir con el publicano: ¡Dios mío, ten piedad de mí que soy un pecador! Con este punto de partida, quedamos incluidos en el mismo “bando” y nos ponemos delante del Señor con una actitud de humildad y escucha.

Justamente, al mirar nuestras familias con la delicadeza con la que Dios las mira nos ayuda a poner nuestros sentidos en su misma dirección. El acento en la misericordia nos posiciona frente a la realidad de una manera realista, pero no con cualquier realismo sino con el realismo de Dios. Nuestros análisis son importantes y necesarios y nos ayudarán a tener un sano realismo. Pero nada se compara con el realismo evangélico, que no se detiene en una descripción de las situaciones, de las problemáticas – menos en el pecado – sino que siempre va más allá y logra ver detrás de cada rostro, de cada historia, de cada situación, una oportunidad, una posibilidad. El realismo evangélico se compromete con el otro, con los otros y no hace de los ideales y del “deber ser” un obstáculo para encontrarse con los demás en la situaciones en las que se hallan. No se trata de no proponer el ideal evangélico, al contrario, nos invita a vivirlo al interno de la historia, con todo lo que implica. Esto no significa no ser claros en la doctrina, sino evitar caer en juicios y actitudes que no asuman la complejidad de la vida. El realismo evangélico se ensucia las manos porque sabe que “trigo y cizaña” crecen juntos, y lo mejor del trigo siempre – en esta vida – estará mezclado con algo de cizaña. «Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, “no renuncia al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino”». Una Iglesia capaz de «asumir la lógica de la compasión con los frágiles y evitar persecuciones o juicios demasiado duros o impacientes. El mismo Evangelio nos reclama que no juzguemos ni condenemos (cf. Mt 7,1; Lc 6,37)» (AL, 308). Me llegó a las manos una imagen que está en Santa María Magdalena, al sur de Francia donde comienza el camino de Santiago: que de una parte está Judas ahorcado con la lengua afuera y de la otra parte Jesús buen Pastor que lleva sobre los hombros. Lo lleva con él. Es un misterio esto. Estos medievales que enseñaban el catecismo con las imágenes entendieron bien el misterio de Judas. Don Primo Mazzolari, un sacerdote italiano, tiene un discurso muy lindo sobre el viernes santo, él entendió bien esta complejidad de la lógica del evangelio. Y aquel que más se ensució las manos fue Jesús. No era un “limpio”, sino que estaba entre la gente y los aceptaba como eran. No como debían ser.

Volviendo a la imagen Bíblica: Te agradezco Señor porque soy de la Acción Católica o de la Cáritas o de esto y de aquello, y no como éstos que habitan en el barrio, ladrones y delincuentes. Esto no ayuda a la pastoral.

“Los ancianos tendrán sueños proféticos” (Joel 3,1). Tal era una de las profecías de Joel para el tiempo del Espíritu. Los ancianos tendrán sueños y sus jóvenes verán visiones. Con esta tercera imagen quisiera subrayar la importancia que los Padres sinodales le dieron al valor del testimonio como lugar donde se encuentra el sueño de Dios y la vida de los hombres.

En esta profecía contemplamos una realidad impostergable: en los sueños de nuestros ancianos muchas veces está la posibilidad de que nuestros jóvenes vuelvan a tener visiones, vuelvan a tener futuro, mañana, esperanza. Pero si el 40 % de los jóvenes aquí en Roma no tienen trabajo, qué esperanza puede haber. Son dos realidades que van de la mano y que se necesitan y relacionan. Es hermoso encontrar matrimonios, parejas, que en la ancianidad se siguen buscando, mirando; se siguen queriendo y eligiendo. Es tan hermoso encontrar “abuelos” que muestran en sus rostros cuajados por el tiempo la alegría que nace de haber hecho una elección de amor y por amor. A Santa Marta vienen tantas parejas que cumplen 50, 60 años de matrimonio. Yo los abrazo, les agradezco el testimonio y les pregunto quién de ustedes es el que ha tenido más paciencia. Siempre responden “los dos”. A veces bromeando alguno dice: “yo”, pero después dice “no, no, era una broma”. Pero una pareja respondió algo muy lindo: “Todavía seguimos enamorados”, qué bello, los abuelos que dan testimonio. Y yo les digo: “háganselo ver a los jóvenes que se cansan rápido”, porque después de dos o tres años: “regreso con mamá”.

Como sociedad, hemos privado de su voz a nuestros ancianos, los hemos privado de su espacio; le hemos privado de la oportunidad de contarnos su vida, sus historias, sus vivencias. Los hemos arrinconado y así hemos perdido la riqueza de su sabiduría. Al descartarlos, descartamos la posibilidad de tomar contacto con el secreto que los hizo andar adelante. Nos hemos privado del testimonio de matrimonios que no sólo han perdurado en el tiempo sino que siguen sosteniendo en su corazón la gratitud por todo lo vivido (cf. AL, 38).

Esta falta de modelos, de testimonios, esta falta de abuelos, de padres capaces de narrar sueños no les permite a las generaciones jóvenes “tener visiones”. No les permite proyectarse, ya que el futuro genera inseguridad, desconfianza, miedo. Sólo el testimonio de nuestros padres, de ver que fue posible pelear por algo que valió la pena, los ayudará a levantar la mirada. ¿Cómo queremos que los jóvenes vivan el desafío de la familia, del matrimonio como un don si continuamente escuchan de nosotros que es una carga? Si queremos visiones, dejemos que nuestros abuelos nos cuenten, que compartan sus sueños, para que podamos tener profecías de mañana. Aquí quisiera detenerme. Esta es la hora de animar a los abuelos a soñar. Tenemos necesidad de los sueños de los abuelos. Y de sentirles estos sueños. La salvación viene de aquí. No por casualidad cuando Jesús, pequeño fue llevado al templo, lo recibieron dos abuelos que habían contado sus sueños. El anciano que había soñado ver al Señor. Esta es la hora y ésta no es una metáfora. Esta es la hora para que los abuelos sueñen. Empujarlos a soñar. A Decirnos algo. Ellos se sienten descartados, cuando no despreciados. A nosotros nos gusta decir en los programas pastorales que ésta es la hora de los laicos, ésta es la hora… Si yo tuviera que decir, diría: ¡Esta es la hora de los abuelos! Pero, padre, usted va para atrás. Ustedes es preconciliar. ¡Es la hora de los abuelos! Que los abuelos sueñen y los jóvenes aprenderán a profetizar. Esto es hacer realidad con su fuerza y su imaginación, su trabajo, el sueño de los abuelos. Esta es la hora de los abuelos y me gustaría tanto que se detuvieran en esto en sus reflexiones.

 

Tres imágenes: la vida de toda persona, la vida de toda familia debe ser tratada con mucho respeto y cuidado. Especialmente cuando reflexionamos sobre ello.

Tres imágenes que nos recuerdan cómo «La fe no nos aleja del mundo, sino que nos introduce más profundamente en el» (AL, 181). No como aquellos perfectos e inmaculados que creen saberlo todo, sino como aquellos que han conocido el amor que Dios nos tiene (1 Jn 4,16). Y en esa confianza, con esa certeza, con mucha humildad y respeto, queremos acercarnos a todos nuestros hermanos para vivir la alegría del amor en familia. Con esa confianza renunciamos a “encierros” «que nos permiten mantenernos alejados de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura» (AL, 308). Esto nos exige desarrollar una pastoral familiar capaz de acoger, acompañar, discernir e integrar. Una pastoral que permita y posibilite el andamiaje adecuado para que la vida a nosotros confiada encuentre el sustento necesario para desarrollarse de acuerdo al sueño de Dios. (jesuita Guillermo Ortiz – RADIO VATICANA)

 


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