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¿Qué sería de la iglesia sin vosotras?

 

Discurso del Papa Francisco

a la Plenaria de la Unión Internacional de Superioras Generales (UISG)

8-5-2013

 

Señor cardenal, venerado y querido hermano en el episcopado, queridas hermanas:

Me alegra reunirme hoy con vosotras y deseo saludaros a cada una, dándoos las gracias por lo que hacéis para que la vida consagrada sea siempre una luz en el camino de la Iglesia. Queridas hermanas: Antes de todo doy las gracias al querido hermano cardenal João Braz de Aviz por las palabras que me ha dirigido; me complace también contar con la presencia del secretario de la Congregación. El tema de vuestro Congreso me parece particularmente importante para la tarea que os ha sido encomendada: «El servicio de la autoridad según el Evangelio». A la luz de esta expresión quisiera proponeros tres sencillas reflexiones, que dejo a vuestra profundización personal y comunitaria.

 

Jesús, en la Última Cena, se dirige a los Apóstoles con estas palabras: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido» (Jn 15, 16), que nos recuerdan a todos –y no solo a nosotros los sacerdotes– que la vocación es siempre una iniciativa de Dios. Es Cristo quien os llamó a seguirlo en la vida consagrada, y esto significa realizar continuamente un «éxodo» de vosotras mismas para centrar vuestra existencia en Cristo y en su Evangelio, en la voluntad de Dios, despojándoos de vuestros proyectos, para poder decir con San Pablo: «Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Este «éxodo» de uno mismo significa emprender un camino de adoración y de servicio. Un éxodo que nos lleva a un camino de adoración del Señor y de servicio a él en nuestros hermanos y hermanas. Adorar y servir: dos actitudes que no pueden separarse, sino que deben ir siempre juntas. Adorar al Señor y servir a los demás, no guardando nada para sí: este es el «despojamiento» de quien ejerce la autoridad. Vivid y recordad siempre la centralidad de Cristo, la identidad evangélica de la vida consagrada. Ayudad a vuestras comunidades a vivir el «éxodo» de sí en un camino de adoración y de servicio, ante todo a través de los tres ejes de vuestra existencia.

La obediencia como escucha de la voluntad de Dios, en la moción interior del Espíritu Santo autentificada por la Iglesia, aceptando que la obediencia pase también por mediaciones humanas. Recordad que la relación autoridad-obediencia se sitúa en el contexto más amplio del misterio de la Iglesia y constituye una realización particular de su función mediadora (cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, El servicio de la autoridad y la obediencia, n. 12: ECCLESIA 3.426-27 [2008/II], pág. 1227).

La pobreza como superación de todo egoísmo, en la lógica del Evangelio, que enseña a confiar en la Providencia de Dios. Pobreza como indicación a toda la Iglesia de que no somos nosotros quienes construimos el Reino de Dios, de que no son los medios humanos los que lo hacen crecer, sino que es primariamente el poder, la gracia del Señor, que actúa a través de nuestra debilidad: «Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad», afirma el Apóstol de las Gentes (2 Cor 12, 9). Pobreza que enseña la solidaridad, la compartición y la caridad, y que se expresa también a través de una sobriedad y alegría de lo esencial, para precaverse contra los ídolos materiales que ensombrecen el sentido auténtico de la vida. Pobreza que se aprende con los humildes, los pobres, los enfermos y cuantos se encuentran en las periferias existenciales de la vida. La pobreza teórica no nos sirve. La pobreza se aprende tocando la carne de Cristo pobre en los humildes, en los pobres, en los enfermos, en los niños.

Y después la castidad como carisma precioso, que amplía la libertad del don a Dios y a los demás, con la ternura, la misericordia y la cercanía de Cristo. La castidad por el Reino de los Cielos muestra que la afectividad tiene su lugar en una libertad madura y se convierte en signo del mundo futuro, para que resplandezca siempre la primacía de Dios. Pero –por favor–, una castidad «fecunda», una castidad que engendre hijos espirituales en la Iglesia. ¡La consagrada es madre, debe ser madre, y no una «solterona»! Perdonad que hable así, ¡pero es importante esta maternidad de la vida consagrada, esta fecundidad! Que esta alegría de la fecundidad espiritual anime vuestra existencia; sed madres, como figura de María Madre y de la Iglesia Madre. No se puede comprender a María sin su maternidad; no se puede comprender a la Iglesia sin su maternidad, y vosotras sois icono de María y de la Iglesia.

 

Un segundo elemento que quisiera subrayar en el ejercicio de la autoridad es el servicio: nunca debemos olvidar que el poder verdadero, en todos los niveles, es el servicio, que tiene su cumbre luminosa en la cruz. Benedicto XVI, con gran sabiduría, ha recordado varias veces a la Iglesia que, si para el hombre a menudo la autoridad es sinónimo de posesión, de dominio, de éxito, para Dios la autoridad es siempre sinónimo de servicio, de humildad, de amor; significa entrar en la lógica de Jesús, que se inclina para lavar los pies de los Apóstoles (cf. Ángelus, 29-1-12) y que dice a sus discípulos: «Sabéis que los jefes de los pueblos los tiranizan [...]. No será así entre vosotros –precisamente el lema de vuestra Asamblea: “No será así entre vosotros”–: el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo» (Mt 20, 25-27). Pensemos en el daño que ocasionan al Pueblo de Dios los hombres y las mujeres de Iglesia arribistas, «trepas», que «utilizan» al pueblo, a la Iglesia, a sus hermanos y hermanas –ellos, que deberían servir– como trampolín para sus intereses y ambiciones personales. Estos hacen un gran daño a la Iglesia.

Sabed ejercer siempre la autoridad acompañando, comprendiendo, ayudando, amando; abrazando a todos y a todas, y especialmente a las personas que se sienten solas, excluidas, áridas, en las periferias existenciales del corazón humano. Mantengamos la mirada puesta en la cruz: ahí se sitúa toda autoridad en la Iglesia, donde Aquel que es el Señor se convierte en siervo hasta la entrega total de sí.

 

Por último, la eclesialidad como una de las dimensiones constitutivas de la vida consagrada, dimensión que hay que recuperar y profundizar constantemente en la vida. Vuestra vocación es un carisma fundamental para el camino de la Iglesia, y no es posible que una consagrada y un consagrado no «sientan» con la Iglesia. Un «sentir» con la Iglesia, que nos engendró en el bautismo; un «sentir» con la iglesia que tiene una expresión filial en la fidelidad al Magisterio, en la comunión con los pastores y con el Sucesor de Pedro, Obispo de Roma, signo visible de la unidad. Para todo cristiano, el anuncio y el testimonio del Evangelio nunca son un hecho aislado. Esto es importante: para todo cristiano, el anuncio y el testimonio del Evangelio nunca son un hecho aislado o de grupo, y ningún evangelizador actúa, como muy bien recordaba Pablo VI, «por inspiración personal, sino en unión con la misión de la Iglesia y en su nombre» (Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, n. 60: ECCLESIA 1.773 [1976/I], pág. 80). Y proseguía Pablo VI: es una dicotomía absurda pensar en vivir con Jesús sin la Iglesia, en seguir a Jesús fuera de la Iglesia, en amar a Jesús sin amar a la Iglesia (cf. ibíd., n. 16: ECCLESIA 1.772 [1976/I], págs. 18-19). Sentid la responsabilidad que tenéis de cuidar la formación de vuestros institutos en la sana doctrina de la Iglesia, en el amor a la Iglesia y en el espíritu eclesial.En resumidas cuentas: centralidad de Cristo y de su Evangelio, autoridad como servicio de amor, «sentir» en y con la Madre Iglesia. Tres indicaciones que deseo dejaros, y a las que, una vez más, uno mi gratitud por vuestra labor, no siempre fácil. ¿Qué sería la Iglesia sin vosotras? ¡Le faltaría maternidad, afecto, ternura, intuición de madre!

 

Queridas hermanas: Tened la seguridad de que os sigo con afecto. Yo rezo por vosotras, pero vosotras también rezad por mí. Saludad de mi parte a vuestras comunidades, sobre todo a vuestras hermanas enfermas y a las jóvenes. A todas las aliento a seguir con parresía y con alegría el Evangelio de Cristo. Estad alegres, porque es bonito seguir a Jesús, es bonito convertirse en icono viviente de la Virgen y de nuestra Santa Madre Iglesia jerárquica.

Gracias.

 

(Original italiano procedente del archivo informático de la Santa Sede; traducción de ECCLESIA)

 


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