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FRAY MARIANO DE AZQUETA

Semblanza de un hermano misionero Capuchino

 

Intento presentar la semblanza de un misionero capuchino, que hace 15 días naufragó en el río Napo de la Amazonia Ecuatoriana y pereció. Pudo haber sido víctima de los feroces Aucas y en el mes anterior a su muerte estuvo a punto de ser mordido por dos víboras distintas; pero el día el género y el lugar de su muerte era otro.

Hacia él se dirigió mi querido hermano Mariano en una veloz canoa a motor el día de La Preciosísima Sangre del Señor, 1 de julio de 1964.

Su nombre: Fray Mariano de Azqueta, Hermano Coadjutor Capuchino. No son precisamente sus datos biográficos (que nació en Azqueta, Navarra, hace 40 años, que cursó los estudios secundarios, que cumplió con el servicio militar, que era un excelente carpintero de profesión), sino que lo que interesa hacer resaltar es su hermoso carácter y lo que su inmolación en el campo misional supone.

Vino a vivir conmigo en la Misión de Pompeya hacía escasamente un año; si bien llevaba cinco trabajando en la Misión Capuchina de Aguarico.

En tan breve tiempo llegué a conocer muy a lo hondo en su rica personalidad. Era un maravilloso compañero con el cual se podía vivir en la agobiante soledad de la selva amazónica sin extrañar cuanto la convivencia humana puede ofrecer. Era un hombre dicharachero que le sabía sacar jugo a la vida. Tenía una extensa cultura y un agudo ingenio; de ahí que en cualquier tema nadara con soltura. Sólo en el agua era torpe para desenvolverse...

Era un maestro carpintero al cual se le podía observar: “Hermano, ¿sabe que esa tijera del galpón que está construyendo me da la impresión que está ligeramente torcida?...” O bien: “¿sabe que ese pilar de huambula no está a mi parecer en perfecta alineación con los otros 9?”---

El siempre se tomaba la molestia de cerciorarse sobre la verdad de mis observaciones. Pero la verdad es que se sentía con derecho, a su vez, de advertirme oportunamente: “No entiendo por qué en la misa de hoy no leyó el último evangelio. ¿Son acaso cosas de la nueva liturgia?..” O bien: “creo que debió tratar con más bondad a esos misioneros evangelistas que vinieron a visitarnos ayer”...

Era a base de sinceridad mutua (la laudable franqueza navarra) que logramos vivir los doce meses de nuestra convivencia misionera sin que se pusiera el sol sobre la espesura de la selva con el malhumor en nuestros corazones.

Era un tipo vasco, a quien le gustaba todo lo español (el pasodoble y la jota navarra, el “Mundo Hispánico”, el Montejurra y, ¿ por qué no?, un bien oliente Fundador cuando sus familiares se lo mandaban). Para Navidad le obsequié un disco de los Bocheros, pues sabía que esos vascos requetesalados le gustaban, como en esa bufonada de “el aldeano tiró... tiró la piedra tiró...”

Sin embargo, ¡delicado el hombre!, con frecuencia me hacía escuchar alguno de los discos que tengo del folklore argentino. En resumidas cuentas, puestos a ello, éramos capaces de pasar amenísimos momentos como el 2 de junio último...

Otra de las facetas interesantes de este hombre de Dios era su afición al estudio. Bajo este aspecto no era un perfecto Cantalicio. No sólo el estudio de la lengua quichua, a la que sin estar obligado como un sacerdote, dedicaba varias horas diariamente; si no que le interesaban otras ciencias también y especialmente las matemáticas. Recuerdo que una semana antes de su muerte me pidió un manual de 4to. Grado argentino que tenía yo, para repasar esa disciplina de Pitágoras y se deleitó en resolver todos los problemas que allí se ofrecían al alumno.

Poco antes de su muerte oí con placer esta alabanza de boca de un blanco: “¡Era inteligente el Hermano! Para la instalación de un trapiche necesité una reducción de poleas y nadie me supo resolver el problema hasta que se lo presenté al Hermano Mariano y él rápidamente me dio la solución”.

O sea que mi querido co-hermano en religión era un hombre de un maravilloso buen humor, un hombre inteligente que dejó instaladas delicadas máquinas y levantadas importantes construcciones. Y además, un hombre que no acababa de estudiar.

Era también ¡cómo no! un hombre religioso; religioso de corazón, que se violentaba por la conquista del Reino de los Cielos. Cuando a veces no podíamos hacer los actos de piedad en común, siempre le vi buscarse su tiempo para hacerlos en privado, sobre todo la meditación. Si a eso se añade que jamás le vi enfermo, ni tenía remilgos de ninguna clase para tragar la pobre comida de la selva, se comprenderá lo grave de su pérdida. Cuando dos hombres viven solos en una jungla durante un año, acaban por conocerse bien en sus defectos y en sus cualidades. Y yo no podría señalar muchos defectos del Hermano Mariano. Sin embargo diré uno que era el que más me molestó. Verán.

Siempre rehusó divertirse un rato con juegos de mesa. Pero fue tanto lo que al principio lo importuné para que jugara a ello que por darme gusto, aceptó jugar una partida de ajedrez. Posiblemente yo no jugué limpio en algún trance la partida, pues él de improviso se puso colorado, se declaró vencido y me advirtió: lo ve, los españoles tomamos demasiado en serio hasta los juegos y me parece una tontería tener que violentarme tanto por una cosa tan sin importancia.

Pero hay dos facetas más que quisiera hacer resaltar en este misionero capuchino. Una era la de su tremenda devoción a SAN DEBER, ese santo al que tan pocos devotos le prenden velas... Cumplir su deber, terminar a la perfección las obras que se le encomendaban era su mayor satisfacción. Pero no hacía falta mandarle. El estaba en todo para hacerlo o repararlo. Lo mismo para chequear el motor Jhonson fuera de borda, que para cambiar los carbones de la dínamo, que para la colocación de la bomba para sacar agua del río o instalar la luz en las distintas chozas de la Misión.

Si era sincero para admitir cualquier observación que se le hiciera en sus trabajos, también es verdad que, cuando la obra estaba terminada a cabalidad, le gustaba que se lo dijeran. Era pues, un hombre bien normal.

Desde luego a él no se le podía pedir que plantara los repollos con las raíces para arriba. Te diría llanamente que eso era una soberana tontería. Pero en muchas ocasiones le vi doblegar su criterio al de los superiores, en cosas que él consideraba como no tan racionales, como en el caso del gigantesco arbolote que está parado amenazadoramente junto a nuestra choza en la Misión, y que él tantas veces me habló de tumbarlo...

Voy a concluir esta semblanza con la narración del supremo momento de su vida. En ese instante de la verdad, la más codiciaba alabanza que se puede decir de un hombre que está al servicio de Dios, o de un militar que está al servicio de la patria, es: Murió en acción mientras cumplía una misión encomendada.

Tal fue precisamente lo que ocurrió con Fray Mariano. Le había ordenado yo que hiciera ese viaje en canoa a motor a Coca para llevar a la Madre Provincial de las Lauritas, quien estaba haciendo la Visita a sus Comunidades, y que al regreso trajera un centenar de varillas de hierro para el hospital que estamos construyendo en Pompeya. Yo acaba de hacer ese mismo recorrido por dos veces en los quince días atrás y entendí que esa vez le gustaría ir a él. Y se fue. Hay una fotos que tomamos en el momento de la despedida. Era el 30 de junio a media mañana. Iban con el motor Jhonson de 28 HP en perfecto estado, en una canoa bien segura. El río, por su calado, estaba muy bueno para navegar y el tiempo sumamente apacible. Esa tarde no lo esperé, pero cuando al día siguiente pasó también la tarde y no regresaba eso, ya no me gustó. Del Coca a Pompeya eran aproximadamente dos horas y media de viaje.

El golpe terrible lo tuve a las 9 de la noche, cuando en una canoíta llegó a Pompeya un indígena de la hacienda Primavera con este lacónico mensaje: “Padre Agustín, mis condolencias. Esta tarde el hermano Mariano naufragó frente a la Isla del Descanso y se ahogó.”

En mi vida he pasado otra noche tan atormentada como aquella. ¡Cuántas mil disparatadas ideas se cruzaron por mi mente! Solo, horriblemente solo, en la negra noche sin poder hacer nada por él...

A las 4 de la madrugada celebré por él la primera misa, mandé una comisión a Pañacocha en busca del P. Superior Regular, P. Camilo de Torrano, otra a Limoncocha para que avisaran rápidamente a Quito al P. Procurador de la Misión; y enseguida salí hacia el lugar del desastre que dista de Pompeya unos 22 kilómetros río arriba. Cuando llegué hacia las 8, vi emocionado que todo el río era recorrido por numerosas canoas de indígenas, quienes voluntariamente se prestaban a buscar el cadáver.

Allí encontré al niño indígena de la Misión de Pompeya, Eusebio Hualinga Lícuy (12 años, 2do. Grado) quien venía en la proa de la canoa cuando el naufragio. Le hice subir a mi canoa y nos fuimos hasta el lugar del accidente para que me explicara cómo pasaron las cosas. Copio el diálogo que tuvimos con él en quichua:

  • Cómo pasó eso Hualinga?
  • Verá, Padrecito. Veníamos por allí. Yo vi desde lejos dos palos que sobresalían del agua, que son estos dos, y le hice señas con el brazo al Hermanito para que mandara la canoa hacia el centro del río donde había mucho cauce. Cuando nos acercábamos le grité pero no me oyó. Entonces me di cuenta que él quería pasar entre los dos palos (quedarían unos 3 metros de luz entre ambos). Pero al llegar como a 20 metros de distancia le vi que se asustó, pues era peligroso. En ese momento, en lugar de echar al centro del río la canoa la mandó a la orilla (distante unos 15 metros). Como la correntada era muy fuerte y la curva muy cerrada, no le dio velocidad al motor; de modo que la correntada empujó a la canoa violentamente contra uno de los palos. Con el choque la canoa se hundió en cosa de segundos. El Hermano Pastor nadó hacia aquella playita de la orilla y se salvó; pero el Hermanito Mariano, que apenas nadaba, aguantó un ratito a flote y luego comenzó a hundirse. Yo me fui a donde él y le tendí la mano, pero él al cogerme el brazo con fuerza dejó de manotear y me llevó al fondo del río (unos 6 metros de profundidad). Allí me soltó...
  • Intrigado le pregunté al indiecito:
  • Paillata canta cacharca? Cuti can quishpircanguichu? (El mismo te soltó o tú te zafaste?)
  • Mana! Paillata cachauarca (No!, Él mismo me soltó).
  • Chaihuásshaca? (Y después?), insistí.
  • En seguida yo subí arriba. El tardó algo en subir. Entonces yo me retrasé de nuevo y le ofrecí el pié para que me tomara de ahí. Yo veía un palo que sobresalía del agua a unos 15 metros de distancia y pensé que si aguantábamos juntos hasta allí podríamos agarrarnos de él y salvarnos. El tiró la mano y me tomó de la pierna derecha pero al agarrarme dejó nuevamente de manotear y nos hundimos de nuevo los dos. Al tocar fondo, el me soltó otra vez y yo subí rápidamente a la superficie. Entonces vi que la canoa, libre de la carga de hierro y del motor, venía atrás, llena de agua pero flotando. La esperé y me subí a ella. Miré a ver si aparecía de nuevo el Hermanito; él subió unos 10 metros atrás mío, pero ya no movía las manos. Me miró y se hundió enseguida. Entonces salieron unas burbujas de aire. Yo no pude salir de la canoa a recogerle, pues solo asomó un instante y desapareció. Lo que sí salí de la canoa y nadé para recoger la bolsa de viaje del Hermanito (una bolsa de caucho) que venía flotando por el río. Subí de nuevo a la canoa y me dejé llevar de la corriente pues no tenía remo. Iba gritando a los indios que viven por allí, pero no había nadie. Sólo cuando pasaba por lo de Vegay, él salió en su quilla a recogerme. El mandó avisar a Primavera para que le fuera a avisar a usted.

 

Esta es la narración del niño indígena Hualinga Lícuy, quien se portó como un héroe en el naufragio. Para que se dude de la nobleza de sentimientos del indio...

El Hermano Pastor que también estuvo a punto de ahogarse confirmó, que la última vez que el niño miró hacia el Hermano Mariano, fue en el momento en que le agarraba del brazo al niño indígena.

La desgracia pasó a las 4 de la tarde del día 1 de julio.

Y ahora que ya han pasado 15 días sin que se haya logrado rescatar el cadáver, a pesar de las prolijas búsquedas que hemos hecho, no sé qué admirar más: si el heroísmo de ese muchachito indígena o el desprendimiento del Hermano, quien seguramente soltó intencionalmente al chiquillo al ver que en vano le condenaría a muerte reteniéndolo allá abajo. Que fue voluntario ese acto heroico del Hermano no me cabe la menor duda, pues quienes navegamos por estos ríos de Dios sabemos por ajena y por propia experiencia que quien está en peligro se aferra a lo que agarra y no lo suelta. Es la lucha desesperada por la vida, que en esos trágicos momentos se torna terriblemente egoísta. E imaginar que el niño se pudo zafar de las férreas manos del Hermano, ni pensarlo, pues Fray Mariano era un hombre robusto y de una fuerza excepcional.

De manera que, sobre aquellas postreras burbujas de aire, que señalaron el fin de su carrera bravía hacia el Reino, flota un doble heroísmo: el del niño indígena que por dos veces expuso inútilmente su vida por el misionero, y el del misionero capuchino que viendo inútil esa generosa oferta, la rehusó para no llevarse consigo para vianda de los peces a uno de los amigos por los que se había inmolado a la Iglesia.

Yo tengo mucha fe en las palabras del Señor:

 SI EL GRANO DE TRIGO NO CAYERE, NO CRIA FRUTO.

 

 

 P. Agustín de Vega, Capuchino

 Pompeya, 15 de julio de 1964

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